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sábado, 1 de julio de 2017
Entre tiranos y mendigos
Hay cosas en la vida, que cuando uno las piensa, jamás se percibe la explicación y cuando ésta existe, siempre es algo intangible, abstracto e inefable.
El poder, esa fuerza absoluta que nace de las profundidades de la ambición y la mezquindad, es la única luz tenue que un “líder pobre” puede ver, antes de quedarse ciego y ser la primera víctima de la vanidad, el orgullo, la pasión por la ovación, los vítores, los vicios y el dinero. No tiene otra cosa en la mente, que pretender dominar, atacar y destruir al semejante que se oponga a los intereses propios y mundanos de una mal llamada revolución.
El objetivo principal, es el hecho de dominar al semejante y despotricar sus fortunas y sus vidas, guardando para si sus recursos, por el temor al fracaso, a la mediocridad y a la soledad; un simple miedo de ser una simple creatura, que no quiere aceptar su propia mortalidad.
Robar, matar y destruir, son los pilares de cualquier revolución que surja y que siempre se hará con el dinero obtenido de otros, ya sea por la fuerza o por la misma ambición de obtener parte de “ese poder” e incrementar sus riquezas, aunque se obtengan del robo y de la muerte. Son esos, que están al acecho, patrocinando las acciones de los supuestos líderes, sin ninguna garantía de lo que va a suceder, pero es un riesgo que quieren correr, por el solo hecho de estar cerca del “líder dominante” que los hace vivir con el resplandor del poder, pero se sabe que nunca lo tendrán, ni lo entenderán; no por ser tontos, sino por ingenuos.
Con todo esto, nosotros mismos hemos creado a esa bestia ambiciosa de poder, sedienta de absorber todo tipo de pensamiento y de materialidad; una bestia que dejamos crecer y que la hicimos creer que es absoluta. Una bestia que se empieza a sentir como un dios hacedor y que busca el aplauso de todo y por todo, por muy estúpida que sea la acción.
Una bestia que se empezó a creer la inmortalidad, rodeada de infames, traidores, aduladores y ladrones. Un animal raro, que todos hemos visto y aceptado crecer en otros, como instituciones hemos guardado en silencio y los hemos vitoreado y nos hemos acostumbrado a comer las migajas, casi con el sentido de la comprensión. Los reconocemos como líderes, humanos, solidarios, héroes de mil batallas sin sentido, pero héroes al final, los aceptamos y les damos las preseas necesarias, como el reconocimiento a su magnífica labor, pues ya no quedan testigos que confronten y afronten las injusticias cometidas, nos mostramos hermanos, semejantes, coherederos de la tierra, por el solo hecho de que alguien tuvo el arrojo de demostrar esa bestia que todos llevamos dentro.
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